Todas
las mañanas se miraba en el espejo. Ese que su padre le puso en el armario
cuando era una niña coqueta a la que le gustaba hacer poses y verse de pies a cabeza. Pero ahora todo era diferente. Su reflejo le causaba espanto y le entraban
ganas de romper el cristal en mil pedazos. ¿Y qué cambiaría eso? Ella seguiría teniendo
ese cuerpo que detestaba.
Su
madre le decía todos los días que estaba muy bien, proporcionada, lo llamaba.
Sus amigas envidiaban sus curvas y los chicos afirmaban la teoría con el deseo
prendido en sus ojos cuando la miraban. Todo eso desde fuera. Sin embargo,
Marta acumulaba en su interior inseguridad, odio y menosprecio. No era feliz,
no podía seguir así. Ocultando sus formas con ropa amplia, escondiendo la
comida, mintiendo, engañándose.
Esa
mañana, después de ducharse, Marta sacó del primer cajón de su mesita un bote
de pastillas que había cogido del botiquín de su madre. Sabía que eran sedantes
para esos ataques que sufría cada vez más a menudo. Eran fuertes. Pero no
escatimaría la dosis. Echó un puñado en la mano. Y, delante del espejo, se las
tragó bebiendo un gran vaso de agua. Miró por última vez el destello de su
imagen y se recostó en la cama a esperar. Poco a poco, un letargo mezclado con
angustia empezó a invadirla mientras pensaba que quizás las medidas perfectas
no existan. Puede que todo esté dentro de nuestra cabeza.
CDR
No hay comentarios:
Publicar un comentario