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miércoles, 5 de septiembre de 2012

MANZANAS ASADAS

El reloj marcaba las doce menos cuarto cuando el encargado del tanatorio avisó a Carmen de que había llegado la hora, debían sacar el féretro de la sala para bajarlo a la capilla. La misa se oficiaba en quince minutos, ya estaba entrando la gente. Como una autómata se levantó y recogió sus cosas, pidió que la dejaran entrar un momento a despedirse. Hacía mucho frío, se acercó y besó los gélidos labios de su marido, antes tan tiernos y cálidos. Lo miró por última vez y salió. Bajó muy despacio las escaleras para dirigirse al oratorio. Iba sola, no había dejado que nadie la acompañara en ese momento, el último que compartiría con él. Aguantó la misa sin que su consciencia estuviese allí y recibió el pésame de aquellos que aún se lo habían dado como si estuviese fuera de su cuerpo. Como si fuese ella la que había muerto y vagase ya su espíritu muy lejos.
 
La espera durante la cremación fue lo peor, más que el velatorio, más que el descubrimiento de que su vida se derrumbaba cuando la llamaron anunciándole el accidente. Porque ese tiempo era el de la asunción. Asumir la realidad. Salir de allí con una urna en sus manos, llevando en ella lo que quedaba de la persona que más había amado, era algo insoportable hasta la locura. Su hermano le echó el brazo por encima de los hombros y su sobrina no cesaba en la letanía de su consuelo, mas ningún ánimo era posible, todo había terminado para ella. Quisieron llevarla a casa, no dejarla sola al menos los primeros días, pero no hubo modo de convencerla. Lo único que les pidió fue que se hicieran cargo de Lupo, el perro labrador que tenían, porque ella no se sentía capaz de estar con él en esos momentos. Está tan sola, papá, ¿cómo va a superar esto? Es fuerte, no te preocupes, hay que dejarla que se haga a la idea, estará bien. Todos sabían lo peculiar que era Carmen, Félix y Carmen, pues era imposible imaginarlos separados, siempre de acuerdo en todo, nunca una discusión delante de los demás, ambos con las ideas tan claras sobre cómo querían vivir la vida. Y ahora esto. Carlos estaba realmente preocupado por su hermana. No habían tenido hijos y además su familia era reducida. Padres y suegros ya habían fallecido, Félix no tenía hermanos y él, divorciado, era el único de Carmen, sólo tenía una sobrina.
 
Carmen entró a casa y fue directamente a la habitación. Dejó la urna con las cenizas encima de la cómoda, al lado de la foto de su boda. Fue al baño y se lavó la cara, salió evitando mirarse al espejo y se desnudó pausadamente, dejó la ropa sin cuidado encima de la cama. Se puso una bata y se fue a la cocina. Encendió el horno, lavó cuatro manzanas, las limpió y las preparó con azúcar moreno, canela y ron. Esperó sentada en el banco del desayuno a que estuvieran listas, mientras el aroma inundaba la cocina y poco a poco se extendía por toda la casa, con sus ojos fijos en la puerta del horno, iluminada con la luz fija de su interior. Estaba cansada y sentía en su estómago algo que debía de ser hambre, pero al intentar comer una de las manzanas, una náusea tremenda le subió hacia arriba, impidiéndole comer. Fue a acostarse, también le fue imposible dormir. Al menos eso creía, porque era ya la mañana del día siguiente cuando despertó boca abajo en su lado de la cama. Estaba helada. No la había despertado Félix con sus tareas tempranas ni Lupo con sus húmedos buenos días. Estaba sola.
 
Habían pasado dos semanas desde que volviese del tanatorio y como cada tarde, Carmen se disponía a hacer manzanas asadas. A Félix le encantaba cocinar, además se le daba muy bien, era el cocinero de la casa y ese postre era uno de sus favoritos, no su especialidad porque todos los platos quedaban exquisitos guisados por él, pero sí le tenía especial predilección. Le gustaba dejar que se enfriaran, arreglarlas con queso y nueces, salir a merendar al jardín juntos, bajo el sauce. Sobre todo en esas tardes de invierno templadas en que da gusto salir al sol de la tarde. Cuando empezaba a refrescar y entraban a casa, después de largas charlas, tranquilas lecturas, ratos de contemplación, Félix siempre decía: me encanta el olor que dejan las manzanas asadas. En esos días, Carmen no había comido ni una sola de las que había preparado. Las iba tirando a la tierra de las plantas del jardín, mecánicamente, como una especie de ritual. Sin embargo, esa tarde, había bajado la urna y la había puesto en la mesa de la cocina. Después, mientras las manzanas se enfriaban, salió al jardín y enterró las cenizas de Félix debajo del sauce, el lugar del jardín que más le gustaba, donde compartieron tantos bellos momentos y donde estaría junto a ella siempre. Aunque los dos querían quemarse cuando fallecieran, no habían tenido tiempo de decidir dónde reposar. Les encantaba el mar, amaban las montañas, pero la casa construida con la ilusión y el esfuerzo de tantos años sería el lugar perfecto. Arregló la tierra. Entró a la cocina, se lavó las manos y se sentó a comer una manzana. Lo hizo lentamente, mientras sus ojos empezaban a desbordarse ya sin remedio. Lloró y lloró hasta que no le quedaron lágrimas, sintió que su herida jamás se cerraría.
 
Al día siguiente, Carmen fue a encargar un pequeño monolito, muy sencillo, con esta inscripción: "Me enseñaste de todo excepto a vivir sin ti." Era de una canción que a Félix y a ella les gustaba, no encontró palabras que pudieran expresar mejor lo que sentía. Entonces cogió el coche y se dirigió a casa de su hermano. Eran casi las doce, ya quince días, respiró hondó, tocó al timbre y cuando su sobrina abrió la puerta, le preguntó: ¿Me invitáis a comer? He traído manzanas asadas para el postre. Lupo salió también a darle la bienvenida.
 
CDR  

3 comentarios:

  1. Fantástico, uno de los mejores tuyos que he leído últimamente.
    Pmd.

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  2. ¡Chiquilla te superas por momentos! Esto hay que celebrarlo.
    Tati.

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  3. A mí me encantaría que enriquecieras esta historia hasta convertirla en novela. Es genial.

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