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miércoles, 14 de noviembre de 2012

FANTASMAS

El mismo olor de siempre al despertar. La misma hora de costumbre. Un sobresalto y, como cada noche, a las cuatro de la madrugada, Lola salía del sueño para vagar por la casa. Se levantaba y por el pasillo sentía un frío helador que se le metía en los huesos. Iba al baño sin encender la luz, el vello se le erizaba como si una corriente eléctrica le recorriese la columna vertebral. Casi se había acostumbrado y no le daba importancia, aunque hubiese sido realmente inquietante para cualquiera. Cariño, sé que eres tú y no me asustas. Por más que lo intentes cada día. Lo decía con una firmeza que no sentía. Lola veía su tenue reflejo en el espejo de la entrada e imaginaba a su espalda una presencia incorpórea, aunque tan tangible y real que a veces podía notar su respiración en la nuca. Alardeaba para sí misma de su indiferencia, pero lo cierto era que, una vez se despertaba, Lola permanecía insomne, dando vueltas de habitación en habitación, y que en el fondo estaba intranquila, presa de un miedo impreciso, latente, casi irracional. Quizá hubiera sido lógico que encendiese la luz, la claridad diluye los temores y ahuyenta las sombras. Pero parecía que Lola no actuaba conscientemente. Seguía caminando pasillo arriba y abajo, frotándose los brazos, con la mirada perdida, murmurando no tengo miedo, no tengo miedo. Poco a poco iba perdiendo la determinación inicial. Hasta que, sin saber por qué, decidía sentarse en el sofá del salón, se acurrucaba cogiéndose las rodillas, luego se dejaba caer a un lado y así finalmente se quedaba dormida, ya al amanecer, cada día.
 
Cuando los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de las persianas no bajadas del todo, Lola se despertó, como cada mañana. No se extrañó al encontrarse en el sillón. Incluso se levantó con total normalidad y se dispuso a arreglarse. Era jueves y tenía cita con el doctor Andrew. Se sentía cansada, con esa debilidad que no la abandonaba, que la había obligado a pedir una baja en el trabajo, fruto de su depresión, eso dijo el médico. Desde que Mario había fallecido, su vida había dado un brusco vuelco. En realidad, desde que había descubierto que Mario la engañaba nada había vuelto a ser igual. Y luego el accidente, Mario electrocutado en la bañera -ella le avisaba continuamente sobre el peligro de poner la estufa en la repisa-, el penetrante olor que tanto había costado de quitar de la casa. Definitivamente, había que ser muy fuerte para que ese cúmulo de infortunios no te afectase. En todo ello iba pensando Lola mientras caminaba por la calle de camino a la consulta. No debía avergonzarse de ir al psiquiatra, en esta época eso ya no era indicativo de estar mal de la cabeza, simplemente necesitaba un poco de ayuda para ordenar y rehacer su vida, eso dijo su madre. De forma maquinal, llamó al timbre, subió al primer piso, saludó a la auxiliar, se dirigió hacia el despacho, saludó al doctor, que se levantó a recibirla, dándole la mano y un toquecito en el hombro, se echó en el diván de polipiel. ¿Cómo se encuentra, Lola? ¿Ha mejorado su sueño en la última semana? Sí, doctor, ya duermo de un tirón. Entonces, si ya no se despierta en mitad de la noche, es que el tratamiento surte su efecto, ¿eh, Lola? Y tiene usted suerte porque le indiqué la dosis mínima. Sí, doctor, me encuentro mucho mejor. Gracias. Ahora tendremos que trabajar su ánimo. Como vengo diciéndole, es normal este estado después de una tragedia como la suya, es necesario un periodo de... Lola desconectaba, como siempre. Fijaba su pensamiento en una imagen y la reproducía sin cesar para no escuchar la perorata del médico. Hoy había elegido el momento en que tiraba las pastillas por el inodoro, justo a la hora en que debía tomárselas, se visualizaba a sí misma ejecutando esa acción y se regocijaba, con la voz del psiquiatra de música de fondo. Él aceptaba que Lola cerrase los ojos, así se concentraría mejor en sus palabras, las iría asimilando y se irían diluyendo en su sangre como si de una vitamina inyectada en vena se tratase. Cuando terminaba o quería que le respondiese a algo, la tocaba suavemente en la mano. Lola abría los ojos pero permanecía en silencio, confundida, para que el buen doctor le repitiera la pregunta compadeciéndose de ella. Entonces, Lola, ¿sigue usted pensando que el fantasma de su marido la visita? No doctor, ya no creo en fantasmas. Al concluir la visita, previo timbrazo del reloj que indicaba que habían pasado sesenta minutos justos, el psiquiatra se levantó como impulsado por un resorte, la despidió cordialmente y le dijo que pagase a su ayudante a la salida. Dinero de mamá, ella paga esta farsa.
 
Lola salió a la calle. Respiró el aire fresco, sintió el tibio sol en su piel, se puso las gafas y pensó que en la próxima visita recrearía el instante justo en que, aprovechando el relax absoluto de Mario escuchando música mientras se daba un baño al volver del trabajo de madrugada, ella empujó levemente la estufa para que cayera al agua. Oh, cuánto lo siento, cariño. Volveremos a estar juntos esta noche.
 
CDR

3 comentarios:

  1. me parece interesante y entretenido este relato porque da que pensar y te hace reflexionar me encanta este relato

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  2. Ya no me están convenciendo estos relatos, me gustarían muchísimo más largos. ¿Cuándo vas a pasar al cuento? Entonces te pediré la novela.

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  3. ¿Qué buena idea! La de empujar la estufa, me refiero. Si escribes una novela, estoy segura de que lo harás, será ya la repera. A esperar Lucía.
    Tati.

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