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miércoles, 6 de marzo de 2013

EL SEMÁFORO

Cada día iba al trabajo caminando, se sentía privilegiado por ello, quince minutos que le servían para oxigenarse, estirar las piernas, contemplar los cambios que cada estación imprimía a la ciudad, ajeno a los atascos, al estrés de querer avanzar y no poder, viendo cómo caen los segundos del reloj hacia un inevitable retraso laboral. Y es que Cosme era muy puntual. Por eso salía siempre de casa con tiempo de sobra, para recrearse en su paseo, que le ayudaba además a conservar su ya característico buen humor. Lo único que le disgustaba, todo tiene algún pero, era tener que cruzar la travesía regulada tan solo por un paso de cebra, lo cual era a todas luces insuficiente, pues los conductores, ignorando por completo la señal de velocidad limitada y el resalte de la calzada, pasaban como locos poniendo en peligro a los peatones. Respiró hondo.

Para qué servía la oficina de reclamaciones del consumidor que el Ayuntamiento tenía abierta a disposición de los ciudadanos era una incógnita, porque Cosme había escrito numerosas quejas sobre el asunto, aportando argumentos contundentes, testimonios, denuncias e incluso fotos. Y no había recibido ninguna respuesta, ni tampoco resultado alguno. Para él era tan simple como instalar un semáforo que regulase el paso de los múltiples peatones que transitaban ese camino hacia alguna parte de la ciudad.

Cosme estaba a punto de jubilarse, entraba todavía dentro de la edad que preveía la nueva ley del Gobierno, y aunque le daba pena dejar su trabajo, lo cierto es que tenía muchos proyectos, su futuro estaba plagado de expectativas. Tantas cosas que a lo largo de los años no había podido hacer. A pesar de no estar casado, Cosme había llevado una vida ajetreada, ocupado, sobre todo en los últimos tiempos, en cuidar de sus padres ancianos. Como hijo único y contrario a ingresarlos en ningún tipo de residencia, había tenido que cuidarlos hasta que Dios quiso llevárselos, con muy poco de diferencia. En innumerables ocasiones Cosme había deseado escapar de la dependencia a que sus progenitores lo sometían, pero cuando se fueron no sintió la libertad ansiada. Se puso a silbar, era su manera de alejar los pensamientos importunos.

Como ya era costumbre, cuando Cosme salió aquel día del trabajo se fue a comer al bar de Frasquita. Iba allí a menudo desde que había empezado a trabajar en la hidroeléctrica, pero desde que sus padres fallecieron lo hacía religiosamente a diario. Se sentía solo en casa, tan vacía, tan desangelada, no quería dejarse hundir por la melancolía y la tristeza, por eso comía fuera, iba a la biblioteca, al cine, se acercaba al estanque del parque, cosas que le entretenían hasta que caía la tarde y entonces sí, volvía al hogar. Lo superaría, su carácter era optimista y alegre, solo estaba pasando una mala racha. Al salir del bar, Cosme no se sentía bien. Algún virus estaba incubado, llevaba varios días algo raro, mustio, ojeroso, con mal cuerpo. Así que decidió regresar a casa antes de hora. Se daría una ducha caliente y se acostaría, al día siguiente aún era jueves y había que ir a trabajar.

Justo a las 16.32 horas de aquella tarde de miércoles, un Alfa Romeo rojo invadió el paso de peatones mientras un hombre estaba cruzando. No hubo nada que hacer, el golpe fue mortal. El cuerpo apareció tres metros más allá de donde había sido atropellado y los equipos de urgencia no pudieron hacer nada por reanimarlo. El coche se dio a la fuga. Algunos transeúntes que habían sido testigos de la brutal embestida llamaron a la guardia civil, dando datos confusos sobre el vehículo, quizá se podría aclarar algo con las cámaras de seguridad que había en la carretera, determinó el agente que levantó acta del accidente.

A la mañana siguiente, Luisa, funcionaria del Ayuntamiento, leía la prensa mientras tomaba su desayuno. En la sección de sucesos leyó la terrible noticia de un atropello mortal en la travesía Pontejos, el hombre fallecido, informaba el periódico, había denunciado en varias ocasiones la peligrosidad de la misma, solicitando la instalación de un semáforo. El corazón de Luisa empezó a latir más deprisa. Dejó el zumo que estaba tomando encima de la mesa y se puso a rebuscar en los papeles de la bandeja cuya etiqueta rezaba "archivar". Y encontró lo que buscaba, aquel escrito tan similar a otros anteriores que habían corrido la misma suerte. Asunto: solicitud de semáforo. Letras borrosas. Luisa apretó los ojos. Firmado: Don Cosme Ruiz Lozano.

CDR

3 comentarios:

  1. Nadie se acordará de Cosme y el caso seguirá archivado, seguro.
    Tati.

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  2. Y yo que me estaba identificando con Cosme, por lo de salir con tiempo más que suficiente para llegar al trabajo y por la curiosidad hacia la oficina del consumidor (en H-O funciona igual que en tu relato).
    La próxima vez, por favor, no escribas un final, introduce nuevas situaciones para el mismo personaje ... ¿Una novelita?

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  3. Acabo de leer este relato en la revista Narrativas, y la verdad, he lamentado mucho la muerte de Cosme. Los primeros párrafos y su inminente jubilación auguraban un largo y pausado relato para leer con calma en una soleada tarde de otoño. Lástima. Descanse en paz

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