Claudia fue, como todas las mañanas, después de abrir la ventana, a llevarle el desayuno y al mirarla comprendió que se había quedado sola en la casa. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y a caer en la bandeja. Era lo esperado, lo inevitable, pero Claudia no podía hacerse a la idea de perder a su madre. Era ya una mujer madura, y sin embargo, no sabía cómo iba a afrontar la vida a partir de ahora.
Dejó la bandeja encima del aparador y se sentó en la cama, al lado del cuerpo de la anciana. Le cogió la mano y sintió la inminente rigidez de los miembros. Contempló el rostro sereno y su llanto callado se convirtió en un manantial inagotable. –No quiero que llores cuando muera, Claudia‒ le había dicho miles de veces a lo largo de su vida. –Morir es sólo cambiar de estado, cambiar de lugar, pero yo siempre estaré contigo‒. Desde niña, Mirta se lo repetía porque la diferencia de edad le hacía temer una muerte sobrevenida cuando ella aún fuese demasiado joven. En el fondo, sospechaba Claudia, su madre sabía que eso no iba a pasar hasta mucho tiempo después. Eran tales sus ganas de vivir y su buen estado de salud que parecía que nunca iba a llegar el momento del adiós. Pero había llegado, y Claudia no había estado allí en el instante justo. Como si Mirta supiese que, estando sola, el tránsito sería más fácil para las dos.
(...)
CDR
Promete...
ResponderEliminarPmd.
Espero ansiosa...
ResponderEliminarTati.
Yo también espero a Mirta (II).
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