Se lo contó a doña Mirta con palabras entrecortadas por las lágrimas, sus manos retorciéndose en movimientos nerviosos, pero la maestra la estrechó entre sus brazos y poco a poco todo fue pareciendo fácil. No lo sería, Mirta era consciente de las dificultades que presentaba la situación. Lo más lógico y menos complicado sería que Lola y Miguel se casasen y formasen un hogar, tirando como pudieran para salir adelante. Pero, aparte de que la postura del padre había quedado clara, eso era una utopía en aquel barrio marginal. Además, no era la clase de vida que Lola se merecía. Tranquilizó a la chica con palabras bonitas, a veces pensaba que no eran más que eso, y le aconsejó que de momento no dijera nada a las monjas del hogar, a ella se le ocurriría algo.
Lola se acostó esa noche con la certeza de que doña Mirta lo arreglaría todo. Pero dudaba acerca de su fortaleza y voluntad, echaba de menos a Miguel, no creía que la hubiera abandonado para siempre, y los sudores fríos, temblores y desazón que sentía no eran por el embarazo, sino por esa necesidad odiosa de las sustancias que él le proporcionaba. Esa asociación de ideas, pensar que no sólo lo había perdido como hombre sino también como favorecedor de su evasión, la hizo sumirse en un sueño intranquilo, delirante, donde las promesas que le hacía a doña Mirta de no tomar se mezclaban con una sensación creciente de no poder más. También soñó con sus padres, de los que tenía un recuerdo borroso. Los había perdido muy pronto, primero a uno y después a la otra. Se había quedado sola en el mundo, lo cual tampoco era una gran desgracia, teniendo en cuenta que era así mismo como solía sentirse, sola, dolida, falta de cariño. Su madre le recordaba continuamente que no debería haber nacido, se liaba a manotazos torpes con ella y la niña se acurrucaba en un rincón, esperando que pasase el temporal. Todo pasaba cuando los dos, cansados de pelear, caían exhaustos en cualquier lugar de la casa, turbados y casi inconscientes por las drogas. Hasta que no volvieron a despertar. Entonces el sistema se hizo cargo de ella y la envió al hospicio.
Al principio lo odiaba todo, a las monjas, a sus compañeras, la comida, el aburrido aprendizaje de tareas "femeninas" y las clases. Con el tiempo, siguió detestando la mayoría de cosas, sin embargo aquella maestra delgada, de finas manos, ojos claros y voz suave logró ganarse su atención, y escucharla, aprender todo lo que ella le enseñaba era una manera de sentirse viva. Ojalá Miguel nunca se hubiera cruzado en su camino.
CDR
Otro buen paso, más.
ResponderEliminarPmd.
Este Miguel...continuará.
ResponderEliminarTati.