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miércoles, 7 de agosto de 2013

A GOLPE DE BISTURÍ

Hoy hace un año que mi hermana murió. Aún, cuando mi sobrina de seis años me pregunta qué le pasó a su mamá, no sé qué responderle. Quiso ser demasiado perfecta tal vez. No soportó ser como era quizás. En realidad, fue un golpe de mala suerte. Como tantas muertes.

Mi cuñado le dijo a su hija que mamá estaba enferma y murió en una operación muy delicada que tuvieron que hacerle. Pero Laura no es tonta y sabe que esa no es la verdad. Estaba acostumbrada a ver a su madre en la cama, con vendajes, y a descubrir un nuevo matiz en ella cada vez que reaparecía. Hasta que un día no regresó del hospital.

Ana tenía treinta y seis años, como yo, porque somos gemelas. Éramos. Siempre hemos estado bien de salud y se podría decir que somos bastante guapas. O al menos no somos feas. Éramos. Cada día me miro en el espejo y me pregunto por qué a mi hermana le resultaba tan desagradable su aspecto.

Todo empezó después del nacimiento de Laura. Un buen día me dijo que iba a operarse el pecho porque darle de mamar a la niña había tenido consecuencias nefastas para sus dos encantos naturales. Así mismo, mi hermana era un poco frívola. Pero nunca pensé que caería donde cayó. Tras el aumento de senos, su autoestima estaba sobredimensionada. Le había resultado tan fácil, me decía. Ella y su marido tenían medios económicos suficientes para sufragar sin problemas este tipo de caprichos. Y se acostumbró muy rápido a ellos.

Mi hermana y yo éramos idénticas físicamente. Antes de operarse. Pero por lo demás no nos parecíamos en nada. Cuando hablábamos me daba cuenta de que cada vez teníamos menos en común. Yo tengo un trabajo digamos poco lucrativo, soy vegetariana, nada materialista, practico yoga, no estoy casada ni tengo niños y vivo en una casita a las afueras, lo más alejada posible del ruido de la gran ciudad. En resumen. Ana vivía en un ático por todo lo alto en el centro, no trabajaba porque con el sueldo de su exitoso marido tenían más que de sobra, sus ocupaciones diarias eran las tiendas de lujo, los salones de belleza y en los últimos años también los quirófanos.

Supongo que el hecho de que fuésemos adolescentes gorditas y poco atractivas -como muchas en aquella época en que las chicas no podíamos a esa edad potenciar nuestros encantos- dejó secuelas en su psique. Por más que yo trataba de convencerla, argumentando que tenía mucho más de lo que se puede desear en la vida, ella se obsesionó con la búsqueda de la belleza. Pensaba que si las mujeres aprenden a convivir con sus defectos es porque no tienen dinero para arreglarlos. Y ella sí lo tenía. No le importaba ofrecerse como conejillo de indias para los últimos avances en cirugía plástica y tratamientos de belleza. Se sometió a estiramientos faciales, liposucciones, masajes, infiltraciones... ¡Con treinta y pocos años! Su marido no esperaba que ella fuese perfecta, decía, pero aceptó que la cirugía y la autoestima estuvieran relacionadas en la mente de Ana y no hizo nada para quitarle esa idea.

Sinceramente, pensaba que todo había terminado después de someterse a una liposucción de última generación que le supuso estar dos días hinchada, chorreando, literalmente. Me llamó, muerta de vergüenza, para que fuese a la farmacia a comprar compresas para la incontinencia. Y se vio obligada a llevar durante cuatro semanas bragas de refuerzo especiales para que su figura volviera más o menos a la normalidad. Me contó que se sentía estúpida, todo lo contrario a sexy y decepcionada. A partir de ahora voy a tomarme la vida como tú, Eva. Y me abrazó, aplastándome contra sus enormes pechos de silicona.

No pudo ser. La nariz la mató. Esa nariz que, a pesar de haber sido ya retocada de una supuesta protuberancia, no terminaba de gustarle.

Unos amigos los invitaron a una de sus grandes fiestas de cumpleaños. La esposa cumplía cuarenta años y eso había que celebrarlo. Cuando mi hermana vio a su amiga Colette -no sé si sería su verdadero nombre o también impostado- con su nueva nariz y su nuevo rostro magnífico, se sintió tan empequeñecida como convencida de que ella no se iba a quedar con aquella cosa que tenía entre los ojos. Colette le explicó que se trataba de una nueva técnica que, lo mejor de todo, no dejaba cicatrices. Ojalá las hubiera dejado.

Y así fue como mi hermana viajó a Los Ángeles para ponerse en manos del cirujano que iba al Museo del Louvre para inspirarse en sus divinas narices. Mientras tanto, su marido y la pequeña Laura se divertían en Disneylandia. Hasta que sonó el móvil y una eficiente enfermera informó a mi cuñado de que la operación se había complicado y el resultado había sido fatal. Me pregunto si en esos centros tan caros cuentan con los suficientes medios cuando se presenta una urgencia o simplemente se dedican a hacer remiendos, cobrar la factura, y mandar a las pacientes a casa sin preocuparse de sus constantes vitales. Lo de mi hermana fue un infortunio, el colmo de la mala suerte, es la primera vez que nos pasa, afirmaron muy asépticamente.

Ha pasado un año y no me repongo. Ahora soy yo la que está obsesionada. Miro las fotos de cuando éramos niñas, las de la boda de Ana, las más recientes. Laura me toca la cara con sus manitas. Tita, eres muy guapa. No me ve a mí, ve a su mamá. La redescubre a ella en mí. Y yo quiero seguir mirando el mundo con mi visión holística, pero estoy empezando a plantearme una reducción de barriga, un plan de choque para mi trasero, un retoque para mis primeras arrugas. ¿Tengo poco pecho? Como si Ana, desde el más allá, no soportara que en el mundo siguiera su imagen imperfecta, una mala imitación de ella misma.

CDR

2 comentarios:

  1. Bien, vuelven los relatos estupendos...el cosumismo puro, la realidad inmediata, el poder de la imagen.
    Pmd.

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  2. ¡Qué imaginación chiquilla!
    Tati.

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