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miércoles, 7 de mayo de 2014

LENTEJAS

Las lentejas -como la higuera de Juana Ibarbourou, áspera y fea- con su color marrón y su poco atractivo apellido de legumbre, son una especie de símbolo del castigo por excelencia en la niñez. ¿Quién no ha renegado de un plato de humeantes lentejas, arrugado el morro, enfadado por la intransigencia paterna que obligaba a tener delante el mismo plato hasta que apurase su contenido? Al menos en las generaciones anteriores. Porque hoy en día, si es que alguien sigue cocinando a fuego lento esas exquisitas leguminosas -ya de adultos algunos las apreciamos-, seguro que no tendrá inconveniente en preparar otro guiso, o abrir una lata o bote o bolsa, para el niño que eternamente se niega a comer ese manjar.

Y esa actitud de apartar el castigo, sustituir por algo apetecible lo que es despreciado, viene a convertirse en una metáfora de la educación de los hijos hoy. Sí, y voy a contar una anécdota para que se entienda por dónde voy.

Una maestra, ya cansada de que cierta niña no trabaje en clase, moleste y le conteste de mala manera a la tierna edad de ocho años, utiliza esa herramienta moderna de comunicación con los padres que es la agenda escolar para informar en casa de que la hija no ha hecho en el día de hoy las tareas. Es como la gota que colma el vaso, no es que la maestra se haya levantado hoy con el pie izquierdo y por un día que la niña no trae los deberes se pone hecha un basilisco. Es que ya le parece que es hora de avisar a la familia de la actitud negativa de Marianita. Debes traer esto mañana firmado. Y con malos humos la niña cierra la agenda y la guarda en su mochila. Al día siguiente no hace falta que la señorita se la pida, pues ella se la lleva diligente a su mesa, abierta por la página en cuestión, y la maestra puede leer la respuesta materna: "Ayer tampoco se comió las lentejas." Mensaje escueto pero clarificador, rubricado de puño y letra.

Esto no es un cuento. Es algo que me ha contado hoy una compañera al verme bastante afectada por una situación que he se ha producido en una de mis clases. Y es que, a fecha de hoy, tras siete meses de voluntad dialogante, avisos, miradas, cientos de respiraciones profundas e infinidad de oídos sordos, he osado llamar a un padre para explicarle que me resultan intolerables ya las malas contestaciones de su hijo. La respuesta al otro lado del hilo telefónico ha sido que me las apañe con el niño como pueda porque él ya tiene bastante con aguantarlo en casa.

Perdóneme, pero yo no soy responsable de que a un padre se le haya ido de las manos un niño de doce años, es decir, su obligación es "aguantarlo" si es que no ha sabido educarlo, pues para eso es hijo suyo. Pero no es, por el contrario, mi obligación, pues yo simplemente -y como se encargan de recordarnos a su vez muchos progenitores- soy su profesora. Sin embargo, en eso se están transformando poco a poco pero sin pausa los centros escolares, en meros receptáculos de niños y adolescentes, con el fin primordial de que estén "controlados", sin importar mucho si aprenden o no.

Y nosotros, docentes casi denigrados por nuestras prebendas laborales, tenemos que ser guardas jurados (pero sin ningún tipo de autoridad) en las puertas de acceso, los pasillos y los patios, administrativos, multicopistas, mediadores de conflictos entre nuestros pupilos, psicólogos... y a ratos profesores de nuestra especialidad. Por supuesto, además, estar disponibles no solo en las horas estipuladas a tal efecto, sino en cualquier momento que a los papás les venga bien venir a hablar con nosotros, porque ellos trabajan y no tienen flexibilidad horaria.

Al final del día, sosegado el ánimo y pasado el disgusto, la única reflexión que se me ocurre es que cada padre "aguantará" a su hijo para el resto de su vida, mientras que yo solo tendré que aguantarlo ochocientas setenta y cinco horas en el curso. Así que, cuando le retire el plato de lentejas y premie a su pimpollo con un sándwich, una pizza o un huevo frito, me da igual, acuérdese de que de lo que se siembra se recoge... y de lo que se come se cría.

CDR

3 comentarios:

  1. ¡Qué gracia! Yo también he recibido una nota de un papá en la que expresa claramente que "no va a consentir que a su hijo lo cojamos del brazo y le digamos sinvergüenza". Mejor no te cuento como el el sujeto.
    Como bien dices, a mí solo me quedan seis semanas para estar con él durante cinco horas al día, el resto del tiempo y durante muchos años será para sus queridísimos padres. Ellos sabrán.

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  2. Hace tiempo que esta sociedad perdió el norte, y posiblemente ni siquiera recoconozcamos el valor de las lentejas, o mejor, ¿existen aun las lentejas en la dieta diaria de nuestros niños?
    En fin... Sin duda, para reflexionar.
    Pmd.

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  3. El problema es básicamente familiar, sin lugar a dudas. Existe una generación de padres cómodos que nunca obligarán a sus hijos a comerse las lentejas, con esos tendremos que seguir nosotros luchando aunque sea un número determinado de días y de horas. Sus padres los dejarán con el móvil, la play, frente al televisor y le sustituirán un buen plato de lentejas por un hermoso bocadillo.

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