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lunes, 4 de junio de 2012

DESPISTE

Mi tío desapareció cuando yo tenía doce años. Era un hombre rudo, frío y solitario. Era pastor y no le gustaba que nadie le molestara. Se pasaba días enteros sin dar señales de vida, vagando por los montes de esta tierra nuestra. Lo contrataban para pastorear y estaba largas temporadas fuera. Cuando volvía, se dejaba ver poco. Habíamos aprendido a aceptarlo como era, a no saber nada de él en Navidades, a que no nos felicitase jamás en cumpleaños ni santos, a que no acudiese a las celebraciones familiares. Ni siquiera asistió a la boda de su hermana pequeña, mi madre.
A mí me fascinaba. Muchas veces iba a estar con él en el corral mientras trabajaba. Él me toleraba por allí siempre que no lo molestase. Era su único sobrino y físicamente me parecía bastante a él cuando era niño, había visto fotos que lo demostraban. Quizás por eso me tenía cierto aprecio, a su manera, sin muestra alguna de cariño pero tampoco de rechazo, como ocurría con otras personas. Yo lo observaba y me preguntaba cómo se podía vivir tan aislado, sin hablar con nadie. ¡Qué aburrimiento! Pero mi tío no parecía aburrirse en absoluto. Y en cierta manera me causaba envidia, porque él no tenía que hacer el paripé con los familiares pesados que te pellizcaban las mejillas y te revolvían el pelo cuando venían de visita. Él no estaba obligado a ir a misa todos los domingos. Él era libre, sin duda, y vivía como le apetecía.
Y un buen día desapareció. Al principio no lo echamos de menos por lo que ya he referido. Pero pasado un mes, comenzó cierta preocupación. ¿Dónde estará Rafael?, se preguntaba mi madre a sí misma. Yo no iba al corral porque era invierno y tenía que estudiar, estaba mejor en casa al lado de la lumbre. Lo cierto es que para mí, mi tío sólo existía en verano. Al final mi padre empezó a buscarlo. Fue  a pedir razón a todos aquellos que trataban con el tío por la ganadería. Pero nadie sabía nada. Y así fueron pasando los días.
Yo crecí, me fui del pueblo a estudiar el Bachillerato y después llegué a la Universidad. Cuando volví con mi licenciatura de arquitecto bajo el brazo, ya ni me acordaba del tío Rafael.
Uno de los fines de semana que pasé en el pueblo, mientras estaba echado en la cama leyendo, rememoré la vieja casa de mi tío y del corral donde pasé tantos ratos de mi infancia. De pronto, una idea me sacudió y no me dejó tranquilo en todo el día. El domingo le pedí a mi madre las llaves de la casa. Que no las tenía, me dijo. Estarán donde siempre, escondidas en la rendija de la ventana de atrás. Fui hacia allí con el corazón palpitando con fuerza. Busqué las llaves, que efectivamente estaban. No podía creerlo. Quince años metidas en una rendija, oxidadas, por supuesto, quince años. Las limpié en el pantalón. Probé hasta que conseguí abrir la puerta de la casa.
Y allí, en el pasillo, estaba el tío Rafael. Solo, como siempre. Más delgado que nunca. La ropa raída cubría sus huesos y una vaharada de polvo se removió con la corriente como dándome la bienvenida. Por fin os habéis acordado de mirar aquí. Corrí a contárselo a mi madre. Se me quedó mirando y sólo dijo: Qué despiste no haber mirado en la casa.
CDR

1 comentario:

  1. De despistados está el mundo lleno, pero éste es un poco fuerte. Tiene su encanto.

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