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lunes, 7 de julio de 2014

MUJERES: SVETLANA STALINA

En esta tradicional serie dedicada a mujeres excepcionales, iniciamos hoy una variante en la que descubriremos a hijas de algunos tiranos, dictadores o genocidas, con el fin de reflexionar sobre cómo debe de ser una vida a la sombra de un padre así. Es innegable que los padres configuran nuestra identidad; no solo nos dan el nombre y los apellidos, sino que de alguna forma los hijos somos extensión de nuestros padres. ¿O no?

Empezamos con el caso de la única hija de Iósif Stalin, nacida en Rusia el 28 de febrero de 1926. Según ella misma cuenta en un libro autobiográfico, Veinte cartas a un amigo, tuvo una infancia privilegiada, de princesa comunista. La educó una institutriz y su padre la adoraba; la llamaba "pequeño gorrión", la besaba, la acariciaba y le regalaba juguetes inalcanzables para otros niños. Mientras que su madre, Nadya, era más fría, más distante con ella. Según parece, en noviembre de 1932, se celebró un banquete de jerifaltes comunistas con motivo del decimoquinto aniversario de la revolución. Stalin instó a su esposa a que bebiera alcohol en público, a lo que ella se negó. Ante la insistencia del marido, Nadya se levantó, salió corriendo de la sala y regresó a su apartamento del Kremlin, donde se pegó un tiro. A la pequeña Svetlana le dijeron que su madre había muerto de apendicitis. Incluso circularon rumores de que el propio Stalin había tenido algo que ver en la muerte de su mujer, pero la propia hija afirmó posteriormente que su madre se había suicidado, dejando una carta llena de reproches a su esposo.

Los siguientes diez años transcurrieron para la niña con tranquilidad, envuelta en el trato cariñoso de su padre, que no era exactamente igual con sus hijos varones. De Yakov, un medio hermano de Svertlana, que intentó suicidarse sin éxito, dijo Stalin que era tan inútil que no sabía ni matarse. Durante la II Guerra Mundial, el chico cayó en manos de los alemanes, quienes exigieron a Stalin la entrega de un general alemán a cambio de su liberación. Pero Stalin se negó y su hijo fue ejecutado.

Cuando Svetlana cumplió los diecisiete años, la relación con su padre cambió. Fue entonces cuando se enteró de que su madre se había suicidado y fue testigo, además, del maltrato hacia sus dos hermanos: a uno lo había dejado morir, y al otro, Vassily, lo humilló y acosó de tal modo que terminó alcohólico. Por si esto fuera poco, la muchacha inició un romance con un joven realizador de cine judío. Su padre -profundo antisemita- montó en cólera al enterarse, la abofeteó y a él lo deportó a Siberia, acusado de ser un espía. Svetlana desafió a su padre casándose al poco con otro hombre judío, del que se separó poco después de dar a luz un niño, Yosef. Más tarde, por indicación de su padre, Svetlana se casó con el hijo de un alto cargo del partido, con el que tuvo una hija, Ekaterina, y del que también se divorció al poco tiempo.

En 1953, tras la muerte de Stalin, Svetlana dejó de ser una princesa comunista , pues se denunciaron públicamente los crímenes de su padre y ella fue despojada de todas sus prerrogativas. Su apellido ya no le abría las puertas, sino más bien al contrario, siendo hija de un déspota a quien todos acabaron odiando. Así, cuatro años después, adoptó el apellido de la madre, Alilúyeva.

En 1963, se enamoró de un comunista indio llamado Brajesh Singh. No llegaron a casarse porque el Gobierno no se lo permitió, pero Svetlana se refería a él como su marido. Singh murió en Moscú en 1966 y ella obtuvo permiso para viajar con las cenizas a India. En ese viaje, la vida de Svetlana dio un giro, ya que pidió asilo político en la Embajada de los Estados Unidos en Nueva Delhi, para escándalo del Gobierno soviético y regocijo del americano, claro. En abril de 1967 llegó a Nueva York, donde dio una rueda de prensa en la que tildó a su padre de desalmado, de monstruo. Afirmó que huía a Estados Unidos en busca de la libertad  que no existía en Rusia, en manos de un régimen corrupto. Sus hijos se habían quedado allí. En esta estancia en tierras americanas escribió el mencionado libro autobiográfico, en el que, reconociendo las atrocidades cometidas por su padre, atenuaba su culpa hablando de un trastorno paranoide a causa del suicidio de su esposa y a la influencia de su insidioso jefe de policía, Beria.

En 1970, Svetlana se casó con el arquitecto William Wesley Peters. Este fue el padre de Olga, la tercera hija de Svetlana, con quien se fue a vivir a Inglaterra, tras separarse de nuevo. Catorce años después, en otro giro sorprendente, Svetlana regresó a la Unión Soviética, donde fue recibida como una hija pródiga. A su vuelta, no se cansó de condenar los sufrimientos y miserias del mundo occidental. Además, este regreso coincidió, no de forma casual, con el restablecimiento de la figura de Stalin. Y Svetlana, que tanto lo había criticado en América, le dedicó a su padre todo tipo de elogios e incluso inauguró un museo en su honor. Su hija Ekaterina no quiso encontrarse con ella, pero sí volvió a ver a Yosef, aunque pronto se pelearon.

El Gobierno trató bien a Svetlana, pero no tanto como ella esperaba. Así, en 1986 volvió a los Estados Unidos, donde llevó una vida solitaria bajo el nombre de Lana Peters, como murió en noviembre de 2011 en una residencia para la tercera edad.

Por supuesto, no podemos saber si Svetlana fue una oportunista que abandonó la URSS tras la muerte de su padre y su caída en desgracia, para volver después también muy oportunamente, o lo detestaba y criticaba sinceramente. Lo cierto es que siempre fue una mujer inestable, huyendo de la sombra de su padre, de una culpa heredada de la que nunca consiguió librarse.

CDR

2 comentarios:

  1. Interesante, y no menos sorprendente. ¡Qué historia nos depara la vida!

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  2. ¡Cuánto aprendemos en este blog!
    La verdad es que los padres pueden influir en tu vida de manera insospechada.
    Tati.

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