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domingo, 19 de agosto de 2012

PASTORA EN SUEÑOS

Cuéntame un cuento, mami, dijo Leire fijando los oscuros ojos en su madre cuando se asomó silenciosamente a ver si ya descansaba. Sabía que no tenía escapatoria cuando la niña pedía una historia para dormir. La había acostumbrado desde bebé -y aun antes, ya en su vientre- a contarle un cuento cada noche. Y aunque se estaba haciendo mayorcita, no abandonaba esa costumbre infantil. ¿No puedes dormirte, cariño? No, mami, cuéntame un cuento. La madre se sentó en la cama y empezó la historia.

Había una vez una princesa que vivía en un castillo inmenso, muy, muy grande y su habitación estaba llena de juguetes preciosos, todos los que te puedas imaginar. Durante el día se lo pasaba bastante bien, se entretenía correteando, montando a caballo, jugando con sus perros, peinando a sus muñecas, tomando el té con sus amigas imaginarias, recibiendo clases de inglés, de ballet, de piano. Pero cuando se hacía de noche y se tenía que acostar, las paredes se poblaban de sombras y por los pasillos vagaban ruidos extraños. Sus padres, los reyes, casi nunca estaban en casa, siempre tenían reuniones y fiestas a los que acudir. Nunca entraban a darle las buenas noches. Así, aunque en los jardines había animales, y nada material le faltaba para ser feliz, la princesa se sentía sola y su pecho se llenaba de temor, sobre todo al anochecer. Herminia trajinaba con los cacharros en la cocina. Nadia -ese es el nombre de la princesita- estuvo a punto de llamarla para que viniera a tranquilizarla, pero luego se lo pensó mejor. La criada no era muy cariñosa que digamos, sino huraña y fría, además se burlaría de ella, ya tenía ocho años y aún se asustaba por las noches. Herminia era la jefa de todos los criados y era la única que tenía acceso a la princesa. Para ella, los otros debían ser como meras estatuas más de la decoración, habían ordenado sus majestades. Nadia sospechaba que Herminia era una bruja. ¿No había una en todos los castillos? Decididamente, la única solución era hacerse la valiente, como siempre. Lo malo es que esa noche amenazaba tormenta y todo estaba más lúgubre que de costumbre, se oían unos truenos horribles y los relámpagos iluminaban el cuarto con su luz siniestra. Nadia se cubrió la cabeza con las sábanas, apretando fuerte los ojos y los puños, aguantando la respiración mientras el cielo descargaba un buen aguacero. Al rato, abrió los ojos y se quedó tapada, aunque tenía mucho calor. Entonces se fijó en que la sábana estaba estampada con ovejas, muy graciosas, esponjosas de lana, de color blanco y rosa. Recordó haber oído alguna vez que se contaban ovejitas para poder dormir. Ella nunca lo había hecho, quizá se sentía demasiado mayor para eso. Pero hoy iba a probar. Una, dos, tres, cuatro, cinco... veinte, veintiuna, veintidós... cuarenta... cincuenta... Y poco a poco se fue adormilando, relajando sus dedos, ya se veía su cara por el embozo.
De pronto, Nadia se encontraba en un prado verde y fresco, que se extendía a lo lejos hasta mezclarse con un cielo increíblemente azul, iluminado por un sol radiante y suave. Las ovejas pasaban saltando por su lado, al pasar cada una decía un número. Sin saber cómo, Nadia se dio cuenta de que tenía que ir guardándolas en el redil. Era su rebaño y si se le escapaban, otra noche que las necesitara no tendría ninguna. Se fue corriendo detrás de ellas y con la vara que llevaba en la mano las fue dirigiendo hacia el cercado. Había muchas, ¡claro, si no hubiera contado tanto! Además, una de ellas, la número setenta y siete, se negaba a hacerle caso. Vamos, bonita, métete, tienes que entrar. La hizo correr de lo lindo, pero se divirtió Nadia más de lo que recordaba en mucho tiempo.
Herminia entró a despertar a la niña como cada mañana y la encontró diferente, como si su rostro reflejara tranquilidad. La criada sabía lo moviditas que eran las noches en ese cuarto, niña miedica, los miedos hay que vencerlos bien pronto. Pero ese día parecía que no había habido mucho movimiento. Caería rendida seguramente, princesita mimada. Cuando Nadia se despertó con el ruido de la mujer por la habitación, se sentía confusa. Hasta que su mente se aclaró y recordó su maravilloso sueño. Herminia, me gustaría ser pastora. Sí, señorita, y a mí princesa. Y salió con su habitual gesto de antipatía.

Leire no se había quedado dormida todavía, tan interesada estaba con el cuento que no se dejó vencer por el sueño. Pero en ese punto lo dio por acabado, sin dejar continuar a su madre, si es que había otro final. Mami, buenas noches, voy a contar ovejitas. Y cerró los ojos con una sonrisa en los labios.

CDR

1 comentario:

  1. Es un buen final, por lo tanto Leire lo quiso así. Seguro que, al día sifuiente, pidió a su madre que le contara otro cuento.
    Tati.

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