La profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, María Paz Ortuño, recopila en un magnífico volumen, La puerta de la luna (2010), todos los cuentos y escritos cortos de Matute entre 1947 y 1998. Esta especialista, filóloga y amiga personal de la autora, nos muestra la diversidad de mundos dentro del universo matutiano.
Ana María Matute nació en Barcelona
en 1926. Pertenecía a una familia de la pequeña burguesía catalana, religiosa y
conservadora, siendo la segunda de cinco hijos. A la corta edad de cuatro años,
la niña cayó gravemente enferma por una infección de riñón y a los ocho, al
persistir los problemas de salud, sus padres decidieron llevarla a casa de los
abuelos, en un pequeño pueblo montañés de La Rioja, Mansilla de la Sierra.
Cuando estalló la guerra civil en 1936, Ana María contaba sólo con diez años y
los hechos trágicos que se sucedieron la marcaron tanto vital como
literariamente después. A la postre estuvo viviendo una temporada en Madrid,
donde se educó en un colegio religioso. Ya a los diecisiete años, durante un
verano en Zumaya, escribió su primera novela, Pequeño teatro (1943), que ella misma llevó manuscrita a la
editorial Destino. Ignacio Agustí, el editor, le ofreció un contrato de 3.000
pesetas, el cual aceptó, aunque esta obra no fue publicada hasta 1954, cuando
ganó el Premio Planeta. En 1952, Ana María Matute contrajo matrimonio con el escritor
Ramón Eugenio de Goicoechea y dos años después nació su hijo Juan Pablo, a
quien dedica sus obras infantiles. Como mujer de la época, sujeta a leyes
injustas y machistas, Matute estuvo mucho tiempo sin poder ver a su hijo tras la
separación de su marido en 1963, un hecho que le ocasionaría serios problemas
emocionales. No obstante, con su fuerza característica, Ana María Matute siguió
luchando, escribiendo, dando clases en la Universidad. Desde 1996 es miembro de
la Real Academia Española – ocupa el asiento K-, y a sus ochenta y cinco años
sigue plenamente en activo.
El primer cuento de esta prolífica
escritora se remonta a 1930, ilustrado por ella misma, cuando la niña Matute
tenía cuatro años y se recuperaba de una grave afección renal. No obstante,
tendría que esperar hasta 1947 para ver publicado algo de su pluma, y a sus
tiernos veinte años apareció El chico de
al lado en el semanario Destino.
Así comenzó su colaboración con la revista. Al año siguiente ve la luz su
novela Los Abel, que fue finalista
del Premio Nadal. Esta obra presenta características neorrealistas, muy
influida por los acontecimientos de la posguerra, y el tema del cainismo como
telón de fondo. En 1952 obtiene el premio Café Gijón por Fiesta al noroeste, una narración breve sobre la incomunicación, el
odio y la crueldad entre los hombres. Por fin en 1954 aparece su Pequeño teatro, en la que se muestra una
concepción nihilista de la vida. En 1955 se publica En esta tierra – presentada en 1949 al Nadal con el título de Las luciérnagas, inédita por problemas
con la censura y que será publicada a posteriori en 1993-, sobre las diferencias sociales en la Barcelona de posguerra;
finalmente consiguió el premio de la Crítica con esta novela. En Los hijos muertos, de 1958, la autora
vuelve sobre el tema de la incapacidad de entendimiento, con la historia de dos
hombres condenados por su pertenencia a clases sociales desfavorecidas; la obra
obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Continúa recibiendo galardones y al
año siguiente consigue el Nadal por Primera
memoria, parte inicial de la trilogía Los
mercaderes, que completará con Los
soldados lloran de noche (1964), a su vez Premio Fastenrath de la RAE, y La trampa (1969), con tintes
autobiográficos, y en el contexto de la Guerra Civil. En estos años se muestra
la Matute más comprometida pero sin llegar nunca a la crítica social. En 1961
se publica la antología Historias de la Artámila,
donde la escritora revive su infancia en Mansilla, y A la mitad del camino, que toma el nombre de su propia columna en Destino. De 1963 es otra recopilación de
textos periodísticos, El río, estos más
personales y autobiográficos. En 1964 aparece el libro de relatos, Algunos muchachos, siete narraciones
sobre el paso de la niñez a la edad adulta.
Después de obtener también el Premio Lazarillo de literatura infantil, con
el relato El polizón de Ulises
(1965), se publica la novela La torre
vigía (1971), sobre el aprendizaje de un joven héroe caballeresco, primer
título de una trilogía medieval que continuará más adelante. Posteriormente, tras
ser propuesta en 1976 para el Premio Nobel, se sumergió en un silencio
narrativo que duró ocho años, hasta que en 1984 consiguió el Premio Nacional de
Literatura Infantil y Juvenil, con Sólo
un pie descalzo. En 1996 aparece Olvidado
Rey Gudú, la obra que la propia autora reconoce que siempre quiso escribir,
un extenso relato ambientado en la Edad Media, al estilo de la cuentística
tradicional. Matute apuesta muy alto con esta novela, haciendo algo diferente a
lo acostumbrado en la literatura considerada seria o para adultos. Narra el
nacimiento y la expansión del reino de Olar, cuya amplia galería de personajes
está encabezada por una niña, un hechicero y una criatura del subsuelo. Repleta
de leyenda y fantasía, Olvidado rey Gudú
es una novela donde se plasman temas tan universales como la violencia, el odio
o la sexualidad, de manera que viene a ser una gran parábola sobre el alma
humana. Y en la misma línea fantástica escribe Aranmanoth (2000), breve en comparación con las dos anteriores del
tríptico, pero no por ello menos intensa y rotunda. Con todos los componentes
del cuento de hadas, a través de la historia del hijo natural de Orso, señor de
Lines, y de la más joven de las hadas del bosque, Ana María Matute reitera el
conflicto entre el deseo y la realidad, cómo se van perdiendo las ilusiones en
el camino de la vida. Su última novela
es Paraíso inhabitado (2008), que
narra el tránsito de la infancia a la primera madurez. La niña protagonista,
Adriana, se ve obligada a crearse un paraíso propio, imaginario, repleto de
seres imaginarios, como el Unicornio, ante una evidencia tan cruel como la de
que sus padres ya no se querían cuando ella nació. Además, Adri tendrá que
enfrentarse al rechazo en el colegio y a sus dificultades para entrar en el
mundo de los adultos. Una obra repleta de emociones, que puede considerarse el
culmen de una magnífica trayectoria literaria.
Ana María Matute fue alternando la
escritura de sus novelas con los cuentos y los artículos periodísticos, que
eran una manera de subsistir económicamente en épocas duras. Sobre todo, lo
fueron las décadas de los 50 y 60, años en que tenía que escribir un cuento a
diario para sufragar los gastos de la casa y el mantenimiento de un niño
pequeño. Además de la dicha colaboración con Destino, escribió asiduamente para la revista Garbo a partir de 1957, y a finales de los 60 también trabajó como
lectora en varias universidades estadounidenses y europeas. Pero más allá de la
necesidad, el oficio o el prestigio literario, lo cierto es que Ana María
Matute escribe desde que es capaz de manejar un lápiz, porque es su manera de
entender el mundo y de comprenderse a sí misma en él.
La puerta de la luna.
Imaginemos el refugio donde acuden
los niños cuando quieren estar solos y sentirse dueños de su propia vida,
escapar de los adultos. Ese lugar sugiere la puerta de la luna, que conducirá
al lector, si se atreve, a territorios extraordinarios donde volverá a verlo
todo con la frescura y la inocencia de la infancia. Mil mundos evocados en
cuentos que se convierten en metáforas de la condición humana, cuentos
atemporales, en lugares ilocalizables, de temas diversos, que van a confluir en
la niñez, la guerra civil, la incomunicación, si bien siempre tamizados por el
lirismo que caracteriza el estilo de la autora. Una magistral forma de mezclar
el realismo social más descarnado con el surrealismo poético; una manera de
zarandear al lector con ese dualismo brutal. Ana María Matute ha confesado en
muchas ocasiones que quiere ser recordada como “la mujer que hace soñar”, y qué
mejor para ello que leer sus cuentos, es justo decir que no han gozado de la
misma fama que su producción novelística. Quizá porque cuando ella los escribía,
el cuento seguía siendo considerado el hermano pobre de la novela. Tenemos
ahora, pues, la oportunidad de entrar en su maravilloso universo a través de
esa puerta de la luna y disfrutar de la prosa sensorial, el humor fino, la
habilidad lingüística y la lúcida visión de una escritora única, especial, a la
que es difícil catalogar dentro de una tendencia exacta.
El volumen La puerta de la luna se divide en dos partes, por un lado los
cuentos propiamente dichos y por otro los artículos periodísticos, que aunque
también pueden considerarse relatos, surgidos de la capacidad de fabulación de
la autora, tienen un carácter diferente. Asimismo, Ortuño ha realizado la
valiosa labor de recopilar tanto los escritos ya recogidos en antologías como
los que se hallaban dispersos. La coexistencia de textos muy distanciados
temporalmente se puede apreciar en la evolución del estilo literario, si bien
todos reúnen las características matutianas que los hacen inconfundibles. La
mayoría de estos relatos acogen entre sus líneas a niños, adolescentes, casi
siempre huérfanos o no queridos –con la importancia que pueda tener ese vacío,
sobre todo el maternal- que aprenderán pronto la lección de la vida, que es
dura y que abocará irremediablemente en la miseria, en la infelicidad, en la
muerte. Este sería el motivo temático que vertebra la amplia producción de
Matute.
A modo de introducción, abre el
libro Los cuentos vagabundos,
publicado en 1956, bellísima reflexión sobre la naturaleza del cuento, que
“llega y se marcha por la noche… con su viejo corazón de vagabundo”. De ese
mismo año, a continuación se recogen los cuentos de Los niños tontos, como El
negrito de los ojos azules, o Mar,
en los que nos asalta la imagen de niños muertos, ignorados por los adultos,
como fuerte símbolo utilizado recurrentemente por la autora. Después, los relatos,
estos más extensos, de El tiempo
(1957), con el homólogo, Los niños buenos,
en el que habita el entrañable maestro dickensiano León Israel, o El amigo,
que nos muestra a ese niño asombrado ante el mundo intolerante de los adultos,
frecuente también en las historias de la escritora catalana. Sigue la
recopilación con Tres y un sueño
(1961), compuesto por tres historias nuevamente protagonizadas por niños, donde
la realidad y la fantasía se confunden en una suerte de sueño maravilloso
aunque dramático al mismo tiempo. Con Historias
de la Artámila (1961), encontramos cuentos que, con la propia infancia como
telón de fondo, apuntan a la denuncia de las injusticias sociales, la
marginación y la crueldad (Pecado de
omisión, El rey, Envidia o El perro perdido). Posteriormente El arrepentido y otras narraciones, de 1967, donde Ana María Matute
sigue dando voz a aquellos que no la tienen en la sociedad, como en Sino espada. Y Algunos muchachos, publicado en 1968, que nos habla de la
incomprensión entre las personas, como en No
tocar, y de niños que se niegan a crecer, de manera que al perder la
infancia pierden el paraíso, como en Una
estrella en la piel. Llegamos ya a la década de los noventa, con De ninguna parte (1993) y Toda la brutalidad del mundo (1998),
para cerrar la parte cuentística. A partir de aquí, Ortuño se centra en los
artículos de la escritora: los recogidos de A
la mitad del camino (1961), fruto de su columna en Destino; y los de El río
(1963), que incluye La puerta de la luna,
que da título a este cuidado volumen
donde se recopilan más de cincuenta años de trabajo de una mujer que nació contadora
de historias sin remedio, escritora, como otros nacen pintores o escultores.
Esta anciana entrañable, que conserva su corazón de niña, es una de las escritoras más importantes de nuestra literatura. Y es justo recordarlo mientras sigue viva. Hoy, por ejemplo, es un buen día.
CDR
Una narradora extraordinaria que sobrevive y a quien siempre debemos volver, por muchos, muchos de sus libros
ResponderEliminarPmd.
María Paz Ortuño Ortín es además editora y con un buen trabajo no demasiado reconocido. Esto no es más que una muy buena muestra, es importante el esfuerzo de recopilación y catalogación para que los lectores podamos apreciar obras más escondidas.A disfrutarlo. Esperanza
ResponderEliminarY yo me pregunto ¿qué difícil tiene que ser escribir para niños? Ya tiene mérito quien lo hace y sabe adentrarse en su maravilloso mundo.
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