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miércoles, 2 de abril de 2014

CUENTOS

Hoy, 2 de abril, se celebra el Día Internacional del Libro infantil y juvenil. No se me ocurre algo que les guste más a los niños, desde su más tierna edad, que leer (o primero escuchar) cuentos. Y por eso, queremos desde aquí recordar a una gran escritora que empezó a escribir de pequeña y que es autora de bellísimos cuentos... no solo para niños. Se trata de Ana María Matute, tercera mujer galardonada con el Premio Cervantes.

La profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, María Paz Ortuño, recopila en un magnífico volumen, La puerta de la luna (2010), todos los cuentos y escritos cortos de Matute entre 1947 y 1998. Esta especialista, filóloga y amiga personal de la autora, nos muestra la diversidad de mundos dentro del universo matutiano.


Ana María Matute nació en Barcelona en 1926. Pertenecía a una familia de la pequeña burguesía catalana, religiosa y conservadora, siendo la segunda de cinco hijos. A la corta edad de cuatro años, la niña cayó gravemente enferma por una infección de riñón y a los ocho, al persistir los problemas de salud, sus padres decidieron llevarla a casa de los abuelos, en un pequeño pueblo montañés de La Rioja, Mansilla de la Sierra. Cuando estalló la guerra civil en 1936, Ana María contaba sólo con diez años y los hechos trágicos que se sucedieron la marcaron tanto vital como literariamente después. A la postre estuvo viviendo una temporada en Madrid, donde se educó en un colegio religioso. Ya a los diecisiete años, durante un verano en Zumaya, escribió su primera novela, Pequeño teatro (1943), que ella misma llevó manuscrita a la editorial Destino. Ignacio Agustí, el editor, le ofreció un contrato de 3.000 pesetas, el cual aceptó, aunque esta obra no fue publicada hasta 1954, cuando ganó el Premio Planeta. En 1952, Ana María Matute contrajo matrimonio con el escritor Ramón Eugenio de Goicoechea y dos años después nació su hijo Juan Pablo, a quien dedica sus obras infantiles. Como mujer de la época, sujeta a leyes injustas y machistas, Matute estuvo mucho tiempo sin poder ver a su hijo tras la separación de su marido en 1963, un hecho que le ocasionaría serios problemas emocionales. No obstante, con su fuerza característica, Ana María Matute siguió luchando, escribiendo, dando clases en la Universidad. Desde 1996 es miembro de la Real Academia Española – ocupa el asiento K-, y a sus ochenta y cinco años sigue plenamente en activo.

El primer cuento de esta prolífica escritora se remonta a 1930, ilustrado por ella misma, cuando la niña Matute tenía cuatro años y se recuperaba de una grave afección renal. No obstante, tendría que esperar hasta 1947 para ver publicado algo de su pluma, y a sus tiernos veinte años apareció El chico de al lado en el semanario Destino. Así comenzó su colaboración con la revista. Al año siguiente ve la luz su novela Los Abel, que fue finalista del Premio Nadal. Esta obra presenta características neorrealistas, muy influida por los acontecimientos de la posguerra, y el tema del cainismo como telón de fondo. En 1952 obtiene el premio Café Gijón por Fiesta al noroeste, una narración breve sobre la incomunicación, el odio y la crueldad entre los hombres. Por fin en 1954 aparece su Pequeño teatro, en la que se muestra una concepción nihilista de la vida. En 1955 se publica En esta tierra – presentada en 1949 al Nadal con el título de Las luciérnagas, inédita por problemas con la censura y que será publicada a posteriori en 1993-, sobre las diferencias sociales en la Barcelona de posguerra; finalmente consiguió el premio de la Crítica con esta novela. En Los hijos muertos, de 1958, la autora vuelve sobre el tema de la incapacidad de entendimiento, con la historia de dos hombres condenados por su pertenencia a clases sociales desfavorecidas; la obra obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Continúa recibiendo galardones y al año siguiente consigue el Nadal por Primera memoria, parte inicial de la trilogía Los mercaderes, que completará con Los soldados lloran de noche (1964), a su vez Premio Fastenrath de la RAE, y La trampa (1969), con tintes autobiográficos, y en el contexto de la Guerra Civil. En estos años se muestra la Matute más comprometida pero sin llegar nunca a la crítica social. En 1961 se publica la antología Historias de la Artámila, donde la escritora revive su infancia en Mansilla, y A la mitad del camino, que toma el nombre de su propia columna en Destino. De 1963 es otra recopilación de textos periodísticos, El río, estos más personales y autobiográficos. En 1964 aparece el libro de relatos, Algunos muchachos, siete narraciones sobre el paso de la niñez a la edad adulta. Después de obtener también el Premio Lazarillo de literatura infantil, con el relato El polizón de Ulises (1965), se publica la novela La torre vigía (1971), sobre el aprendizaje de un joven héroe caballeresco, primer título de una trilogía medieval que continuará más adelante. Posteriormente, tras ser propuesta en 1976 para el Premio Nobel, se sumergió en un silencio narrativo que duró ocho años, hasta que en 1984 consiguió el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, con Sólo un pie descalzo. En 1996 aparece Olvidado Rey Gudú, la obra que la propia autora reconoce que siempre quiso escribir, un extenso relato ambientado en la Edad Media, al estilo de la cuentística tradicional. Matute apuesta muy alto con esta novela, haciendo algo diferente a lo acostumbrado en la literatura considerada seria o para adultos. Narra el nacimiento y la expansión del reino de Olar, cuya amplia galería de personajes está encabezada por una niña, un hechicero y una criatura del subsuelo. Repleta de leyenda y fantasía, Olvidado rey Gudú es una novela donde se plasman temas tan universales como la violencia, el odio o la sexualidad, de manera que viene a ser una gran parábola sobre el alma humana. Y en la misma línea fantástica escribe Aranmanoth (2000), breve en comparación con las dos anteriores del tríptico, pero no por ello menos intensa y rotunda. Con todos los componentes del cuento de hadas, a través de la historia del hijo natural de Orso, señor de Lines, y de la más joven de las hadas del bosque, Ana María Matute reitera el conflicto entre el deseo y la realidad, cómo se van perdiendo las ilusiones en el camino de la vida.  Su última novela es Paraíso inhabitado (2008), que narra el tránsito de la infancia a la primera madurez. La niña protagonista, Adriana, se ve obligada a crearse un paraíso propio, imaginario, repleto de seres imaginarios, como el Unicornio, ante una evidencia tan cruel como la de que sus padres ya no se querían cuando ella nació. Además, Adri tendrá que enfrentarse al rechazo en el colegio y a sus dificultades para entrar en el mundo de los adultos. Una obra repleta de emociones, que puede considerarse el culmen de una magnífica trayectoria literaria.

Ana María Matute fue alternando la escritura de sus novelas con los cuentos y los artículos periodísticos, que eran una manera de subsistir económicamente en épocas duras. Sobre todo, lo fueron las décadas de los 50 y 60, años en que tenía que escribir un cuento a diario para sufragar los gastos de la casa y el mantenimiento de un niño pequeño. Además de la dicha colaboración con Destino, escribió asiduamente para la revista Garbo a partir de 1957, y a finales de los 60 también trabajó como lectora en varias universidades estadounidenses y europeas. Pero más allá de la necesidad, el oficio o el prestigio literario, lo cierto es que Ana María Matute escribe desde que es capaz de manejar un lápiz, porque es su manera de entender el mundo y de comprenderse a sí misma en él.

La puerta de la luna.
Imaginemos el refugio donde acuden los niños cuando quieren estar solos y sentirse dueños de su propia vida, escapar de los adultos. Ese lugar sugiere la puerta de la luna, que conducirá al lector, si se atreve, a territorios extraordinarios donde volverá a verlo todo con la frescura y la inocencia de la infancia. Mil mundos evocados en cuentos que se convierten en metáforas de la condición humana, cuentos atemporales, en lugares ilocalizables, de temas diversos, que van a confluir en la niñez, la guerra civil, la incomunicación, si bien siempre tamizados por el lirismo que caracteriza el estilo de la autora. Una magistral forma de mezclar el realismo social más descarnado con el surrealismo poético; una manera de zarandear al lector con ese dualismo brutal. Ana María Matute ha confesado en muchas ocasiones que quiere ser recordada como “la mujer que hace soñar”, y qué mejor para ello que leer sus cuentos, es justo decir que no han gozado de la misma fama que su producción novelística. Quizá porque cuando ella los escribía, el cuento seguía siendo considerado el hermano pobre de la novela. Tenemos ahora, pues, la oportunidad de entrar en su maravilloso universo a través de esa puerta de la luna y disfrutar de la prosa sensorial, el humor fino, la habilidad lingüística y la lúcida visión de una escritora única, especial, a la que es difícil catalogar dentro de una tendencia exacta.

El volumen La puerta de la luna se divide en dos partes, por un lado los cuentos propiamente dichos y por otro los artículos periodísticos, que aunque también pueden considerarse relatos, surgidos de la capacidad de fabulación de la autora, tienen un carácter diferente. Asimismo, Ortuño ha realizado la valiosa labor de recopilar tanto los escritos ya recogidos en antologías como los que se hallaban dispersos. La coexistencia de textos muy distanciados temporalmente se puede apreciar en la evolución del estilo literario, si bien todos reúnen las características matutianas que los hacen inconfundibles. La mayoría de estos relatos acogen entre sus líneas a niños, adolescentes, casi siempre huérfanos o no queridos –con la importancia que pueda tener ese vacío, sobre todo el maternal- que aprenderán pronto la lección de la vida, que es dura y que abocará irremediablemente en la miseria, en la infelicidad, en la muerte. Este sería el motivo temático que vertebra la amplia producción de Matute.

A modo de introducción, abre el libro Los cuentos vagabundos, publicado en 1956, bellísima reflexión sobre la naturaleza del cuento, que “llega y se marcha por la noche… con su viejo corazón de vagabundo”. De ese mismo año, a continuación se recogen los cuentos de Los niños tontos, como El negrito de los ojos azules, o Mar, en los que nos asalta la imagen de niños muertos, ignorados por los adultos, como fuerte símbolo utilizado recurrentemente por la autora. Después, los relatos, estos más extensos, de El tiempo (1957), con el homólogo, Los niños buenos, en el que habita el entrañable maestro dickensiano León Israel, o El amigo, que nos muestra a ese niño asombrado ante el mundo intolerante de los adultos, frecuente también en las historias de la escritora catalana. Sigue la recopilación con Tres y un sueño (1961), compuesto por tres historias nuevamente protagonizadas por niños, donde la realidad y la fantasía se confunden en una suerte de sueño maravilloso aunque dramático al mismo tiempo. Con Historias de la Artámila (1961), encontramos cuentos que, con la propia infancia como telón de fondo, apuntan a la denuncia de las injusticias sociales, la marginación y la crueldad (Pecado de omisión, El rey, Envidia o El perro perdido). Posteriormente El arrepentido y otras narraciones, de 1967, donde Ana María Matute sigue dando voz a aquellos que no la tienen en la sociedad, como en Sino espada. Y Algunos muchachos, publicado en 1968, que nos habla de la incomprensión entre las personas, como en No tocar, y de niños que se niegan a crecer, de manera que al perder la infancia pierden el paraíso, como en Una estrella en la piel. Llegamos ya a la década de los noventa, con De ninguna parte (1993) y Toda la brutalidad del mundo (1998), para cerrar la parte cuentística. A partir de aquí, Ortuño se centra en los artículos de la escritora: los recogidos de A la mitad del camino (1961), fruto de su columna en Destino; y los de El río (1963), que incluye La puerta de la luna,  que da título a este cuidado volumen donde se recopilan más de cincuenta años de trabajo de una mujer que nació contadora de historias sin remedio, escritora, como otros nacen pintores o escultores.

Esta anciana entrañable, que conserva su corazón de niña, es una de las escritoras más importantes de nuestra literatura. Y es justo recordarlo mientras sigue viva. Hoy, por ejemplo, es un buen día.

CDR

3 comentarios:

  1. Una narradora extraordinaria que sobrevive y a quien siempre debemos volver, por muchos, muchos de sus libros
    Pmd.

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  2. María Paz Ortuño Ortín es además editora y con un buen trabajo no demasiado reconocido. Esto no es más que una muy buena muestra, es importante el esfuerzo de recopilación y catalogación para que los lectores podamos apreciar obras más escondidas.A disfrutarlo. Esperanza

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  3. Y yo me pregunto ¿qué difícil tiene que ser escribir para niños? Ya tiene mérito quien lo hace y sabe adentrarse en su maravilloso mundo.

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