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martes, 17 de abril de 2018

SOY MAMI: MIEDO NO

No quiero que mis hijos me tengan miedo.

Miedo precisamente es lo que enseñamos a los niños cuando les castigamos. Se trata de un estilo de crianza normalizado y mayoritario, pero eso no quiere decir que sea correcto ni beneficioso. El castigo se aplica para erradicar un comportamiento que consideramos inadecuado. Pero, ¿inadecuado para quién? ¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? Porque lo que en tu casa está prohibido puede ser tolerable e incluso divertido en otra casa. Y si nos referimos a normas de conducta socialmente establecidas, ¿queremos que nuestros hijos actúen por miedo a las consecuencias o preferimos que aprendan a autorregularse?

No quiero que mis hijos me tengan miedo, porque la ansiedad y el sentimiento de culpa que genera el castigo afectaría negativamente a mi relación con ellos. ¿Quieres quebrar su confianza? Entonces castígales a menudo, merma su autoestima y muéstrate agresiva, les dejarás huella sin duda.

Si todos los seres humanos merecemos respeto y amor incondicional, ¿por qué no los niños? Pegándoles, directamente estamos infligiendo la ley, pero también les herimos con nuestros gritos, nuestros reproches y retiradas de atención. Y todo porque nosotros, los adultos omnipotentes, no tenemos otros recursos. Es cierto que este es el patrón de crianza que hemos heredado, pero en nuestras manos está la información, la formación y, por qué no, el sentido común, escuchar nuestro instinto y no hacer algo que en el fondo, tras el alivio de haber superado la situación, nos crea malestar. Los "por tu propio bien" o "me duele más que a ti" ya no sirven, no nos engañemos.

A corto plazo el castigo parece efectivo, porque ataja el comportamiento que se quiere eliminar, pero al crear ansiedad en el niño conlleva a la larga una actitud defensiva y una conducta desorganizada, por lo que en realidad resulta contraproducente.

Así que es fundamental aprender a gestionar nuestras emociones, porque nuestros hijos son el espejo en el que nos reflejamos. En sus primeros años, la sensibilidad de los niños está a flor de piel, ellos nos perciben como un todo y todo cuenta, las miradas, los gestos, el tono de voz, el silencio... Los niños aprenden a través de su experiencia, y es responsabilidad nuestra cómo sea esta. No es que no tengamos que decirles que un comportamiento no es adecuado -si bien debemos repasar la lista y menguarla hasta lo realmente importante-, pero en vez de castigarlos, es mucho más enriquecedor ofrecerles alternativas y en definitiva, trasmitirles que los queremos incondicionalmente por lo que son, y no por lo que hacen o no, bien o mal.

No es fácil, cuesta porque no estamos acostumbrados, pero se trata de ir más allá de pretender que el niño haga o aprenda algo solo porque yo se lo digo, y por el contrario, esforzarnos en comprenderles, tratarlos como seres singulares y atender las necesidades que se esconden tras sus comportamientos. En vez de castigar, busquemos soluciones. No generemos miedo, dejemos que aprendan los efectos de sus acciones a través de la exploración del entorno y por lo demás, involucrémonos en su desarrollo sin cortarles las alas de su infancia.

El respeto no es algo opcional. No sirve el argumento "todos nos hemos criado así y no estamos tan mal". Porque bien no estamos precisamente. Si aspiramos a un mundo sin violencia, sin miedo, no podemos criar a nuestros hijos con gritos, amenazas y temor. Los niños son el futuro y si soñamos con un futuro de igualdad, de personas autónomas, creativas y respetuosas consigo mismas, con los demás y con el planeta, debemos empezar por una crianza amorosa en la que el niño sea el verdadero protagonista, un ser al que acompañamos en su camino y no al que sometemos y moldeamos a nuestro antojo.

Por mucho que esto suponga superar primero nuestros propios miedos.

CDR

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