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domingo, 26 de agosto de 2012

ANICETO MENDOZA

Cuando Aniceto Mendoza nació el 29 de febrero de 1955 superaba todos los parámetros de los neonatos. Los médicos ya les habían avisado de que el feto era grande, pero sus padres no se imaginaban cuánto hasta que lo vieron. A pesar de los continuos controles durante el embarazo y de la inmensa barriga que se le había formado a Marcia, no se esperaban tal cosa. Aniceto pesó 10,2 kilos y midió más  de sesenta centímetros al nacer. Por supuesto, a la madre tuvieron que practicarle una cesárea y, aunque verlo tan hermoso y gordote daba gloria, se notaba que era algo que contravenía a la naturaleza. Les informaron de que su bebé era macrosómico, que afortunadamente había nacido en buenas condiciones, aunque debía de estar en observación unos días, porque podían surgir complicaciones frecuentes en este tipo de casos.
 
Sin embargo, contra todo pronóstico, Aniceto creció sin problemas. Pues para él no suponía dificultad alguna ser enorme, obeso y no muy agraciado de cara, tener diabetes y un coeficiente intelectual por encima de la media. Aniceto era feliz. De hecho estaba tan contento consigo mismo que la gente no podía soportar su engreimiento. De niño, en el colegio, era el típico sabelotodo que incluso cuestionaba a los profesores. No tenía amigos porque a él sólo le interesaban la comida, los libros y su gato Salvo. No quiso estudiar, a pesar de su capacidad, y sus padres no pudieron obligarlo. Marcia lo miraba preocupada, a veces creía haber parido a un monstruo y luego se sentía culpable por esos pensamientos. Elías zanjó la discusión poniendo a su hijo a trabajar con él en la ferretería. A Aniceto le pareció bien, porque se aburría en el instituto pero sabía que algo tenía que hacer en la vida. Heredar el negocio familiar se le antojaba una buena idea. Y así, a los dieciocho años, Aniceto Mendoza comenzó su vida laboral, tras una adolescencia accidentada, solitaria, con marcas de acné.
 
Elías y Marcia no habían tenido más hijos. Los médicos les habían asegurado que no tenía por qué repetirse la situación, pero de todas formas a raíz del parto Marcia desarrolló problemas cardíacos y su salud se había vuelto delicada. Además, los dos eran ya mayores cuando tuvieron al niño y no quisieron correr más riesgos. Mientras Aniceto era un bebé habían sido felices, pero apenas echó a andar y empezó a hablar -ambas cosas prematuramente- todo había cambiado y la casa se impregnó de una opresiva sensación de anormalidad que iba creciendo al mismo ritmo que el chico. 
 
Los días transcurrían rutinariamente en la ferretería. Aniceto se escabullía del trabajo y era frecuente encontrarlo detrás de una estantería leyendo. Salvo siempre estaba con su amo, iba a donde él iba, se recostaba a su lado si estaba sentado y se enroscaba entre sus piernas cuando atendía a alguien de pie tras el mostrador. Curiosamente, el gato se había ido asimilando a Aniceto, convirtiéndose en un animal desproporcionado y con cierta mirada de superioridad. A Elías le inquietaba esa constante presencia felina y eso que fue él quien se lo regaló a Aniceto por su quince cumpleaños. A veces no sabía si le tenía más miedo al gato o a su hijo. Qué cosas más absurdas tienes -pensaba mientras reponía material en los estantes- el chico nunca ha hecho nada malo, discutir se discute en todas las casas, y más a estas edades. Bastante tiene él con su aspecto, el pobre, y ni siquiera se queja. Y es que, en realidad, no había motivos para temer a Aniceto. Nunca se había mostrado violento. Simplemente era como si lo envolviera un aura oscura y pegajosa que te repelía, igual que una mosca huye de la trampa viscosa.
 
Pasaron los años sin grandes sucesos. Días de trabajo, días de hospital con la debilitada Marcia, días de picnic en que parecían una familia feliz, días de tormentosas discusiones, días de una vida como otra cualquiera. Hasta que un infarto puso fin a los días de la madre de Aniceto. Él fue quien la encontró en la cama cuando entró a la habitación extrañado de que no se hubiera levantado aún. El padre había salido a comprar el periódico y a dar un paseo. Era domingo. El último de una aparente vida normal. Aniceto se derrumbó, literalmente. Toda su fachada de hormigón se vino abajo, llorando como un niño a sus treinta años, pataleando en el suelo como un energúmeno sin control. Eso hasta que llegó Elías, pues nada más verlo entrar, Aniceto agarró a su madre con fuerza y se negó violentamente a que el hombre se acercara, preso ahora de una furia irracional. Elías ya era mayor, un anciano delgado y débil. Conmocionado por la muerte de su esposa, no sabía cómo reaccionar ante el coloso que tenía delante. Dos horas estuvo llorando, suplicándole a su hijo que entrara en razón, que había que llamar a la ambulancia, que su madre no querría eso, a mí también me duele que se haya ido, Aniceto, por favor, ayúdame. Pero Aniceto se había petrificado, agarrado con fuerza al cuerpo de su madre, yacía en la cama en un estado catatónico y gruñía como un perro guardián cuando el padre se acercaba. Exhausto ya, deshecho, Elías salió del dormitorio y fue hacia el cuarto de baño. En el pasillo, se encontró con la fría mirada del gato, como si lo despreciara por su flojedad. Entró, se miró en el espejo, no vio más que la sombra de lo que había sido, demacrado y pálido, cadavérico. Abrió el armario, cogió un bote de somníferos y se tragó todos los que había con un gran vaso de agua. Lo mejor era reunirse con Marcia, ya no podía controlar la situación, ya no... Se fue dejando caer para morir en el suelo de barato linóleo gris.
 
El sol de la mañana entró por la ventana y despertó a Aniceto. Estaba rígido y le dolía todo el cuerpo. Miró a su alrededor, reconoció las paredes de su habitación, sus pósters, y recordó todo, el cadáver de su madre, la pérdida, su padre tirado en el baño, el odio, Salvo acariciándolo con su peluda cola, y la gran idea. Fue a la cocina, desayunó como siempre, abrió todos los conductos del gas, cogió su bolsa, metió al gato en su caja, cerró la puerta de la casa y se dirigió a abrir la ferretería como una jornada más. A medio día, la policía le avisó de que había ocurrido un fatal accidente, un descuido, sí, explosión, incendio, los dos han muerto, lo siento. Esa tarde no se abrió el negocio, ni los días siguientes, pues se celebró el funeral y se entendía que Aniceto estaría muy afectado. ¿Y dónde vas a vivir ahora, Aniceto? -le preguntó amablemente una amiga de su madre que había acudido al entierro. Y a usted qué le importa -fue la respuesta.     
 
Aniceto tenía un escondite secreto en el almacén de la ferretería, en la pared detrás de un viejo expositor abandonado, allí iba escondiendo dinero para escapar al control de su padre, porque aunque le había explicado que no era retrasado y podía ocuparse de sus finanzas, Elías opinaba que hasta que no se fuera a vivir por cuenta propia, él gestionaría la economía de la casa. La juventud malgastaba mucho y él, con esa manía de comprarse libros, para qué contar. Sus libros, todos sacrificados en el incendio excepto los que guardaba debajo del mostrador. Algún precio había que pagar por la libertad. Sacó también de su escondrijo los planos que había dibujado para reformar la ferretería y el almacén como vivienda. En poco tiempo ese sería su hogar, contrataría a alguien para llevar la dependencia de la tienda y él se ocuparía del negocio. Lo primero, encargaría un nuevo cartel en el que pusiera: Aniceto Mendoza. Su ferretería. O algo así. Y, sentado en el suelo del almacén, escribía el posible lema y esbozaba un logotipo en el que se distinguiría de alguna manera un gato, acariciaba a Salvo con la otra mano, mientras el minino lo miraba con profunda satisfacción.
 
CDR   

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