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domingo, 5 de agosto de 2012

EL OBSERVADOR

Me llamo Juan, tengo cincuenta años y estoy en paro. Qué perfil tan común en esta España de hoy. Harto ya de las largas colas del Inem, de ir por la ciudad en un peregrinar de entrega de currículums y de las miradas de lástima y desprecio, intermitentemente, que suscitaba en mi propia casa, por no hablar de las discusiones y reproches, decidí hace unos meses abandonar.
Ahora me dedico a la observación, simplemente. Todas las mañanas me levanto temprano, como si fuese al trabajo, me aseo, desayuno y salgo de casa. Camino unas cuantas manzanas y llego a un puente situado sobre un cruce de calles, con amplias aceras y mucho material para observar. Me sitúo en un punto indeterminado del puente -voy cambiándome según el sol, según el aburrimiento- y observo detenidamente el transcurrir de la vida, en ese instante justo en que pasan delante de mí, de las personas de esta ciudad. Es una actividad fascinante, créanme. Para mí al menos, que llevaba casi treinta años trabajando en una fábrica, atado a una cadena de producción de la que no podía desviar la vista ni un segundo, sin fijarme en los detalles de lo que me rodeaba, doce horas, viviendo mi propia vida sin darme cuenta. En eso he ganado, para qué les voy a engañar. Pero me ha costado darme cuenta, porque perder de pronto la costumbre a la que durante tanto tiempo se ha estado sometido es muy duro.

De ocho a dos estoy por las mañanas en mi puesto de observación. He aprendido a detectar a los conductores cabreados, se me retuercen las tripas con los cretinos que no paran en el paso de cebra para que pasen los peatones, les echaría una buena regañina a los jóvenes que circulan en sus motos sin llevar el casco debidamente atado, o a los padres que no ponen a sus hijos el cinturón de seguridad, cierro los ojos para no ver a los ciclistas sorteando el tráfico, me maravilla la eficacia con que los transportistas descargan su mercancía en un santiamén, ¿por qué la gente aparca en doble fila sin pensar en las molestias que ocasiona? A esto me dedico las primeras horas, porque es lo más estresante. Después prefiero centrarme en los viandantes, más relajados. Aunque algunos van caminando frenéticamente, como si estuviera a punto de acabarse el mundo y no llegaran a su destino a tiempo. Pero otros corren o pasean tan tranquilos, con los auriculares puestos. Muchos pasan charlando entre ellos, sin prisa evidente, camino del trabajo o del instituto. La mayoría, en solitario, vaga por la calle con una extraña expresión de ausencia en el rostro, dirigiéndose cada uno a lo que le toque en ese momento de su rutinaria vida.

A las dos y media estoy en casa para comer. Luego, de siesta nada, hay que tomarse en serio lo que uno hace. Y antes de la cuatro ya me encamino de nuevo hacia mi puesto. Las tardes son más tranquilas. Del tráfico ya ni me preocupo, a no ser que ocurra algo que llame mi atención. A primera hora no suele haber mucha gente por la calle, sobre todo en verano. Así que aprovecho para fumarme algunos cigarros y pensar, que nunca viene mal. Pero enseguida empiezan a aparecer jovencitos en monopatín hacia el parque, madres con carritos a dar la merienda a sus niños, parejas enlazadas en melosos abrazos,  ancianos cargados de lentitud y serenidad, mendigos que ocupan su lugar habitual,  mujeres y hombres con andares ufanos y orgullosos de sí mismos y otros con el peso de su inseguridad sobre los hombros. A muchas de estas personas ya las conozco, a fuerza de verlas todos los días. Me siento, en cierta manera, parte de sus vidas porque en ocasiones descubro sus ojos llenos de lágrimas, sus conversaciones airadas por teléfono, sus risas, sus besos furtivos, sus miradas ajenas, sus gestos involuntarios o sus pensamientos a flor de piel. También le echo yo imaginación, claro. Sería muy aburrido mirar sin más. Observo e interpreto. Aunque no creo equivocarme mucho, el ser humano es predecible, hechos todos con el mismo patrón.
Y así llega el fin de la jornada a las nueve. Sí, ya sé que sólo echo once horas en vez de doce como debería, pero es que me parece que a estas alturas puedo tomarme alguna licencia, ¿no?

Cuando llego a casa, mi mujer me da un beso superficial -si le viene de paso cuando entro- y pregunta cómo me ha ido. Bien, como siempre. Nunca me ha pedido que le explique qué hago ni yo he intentando contárselo. Me basta con que el ambiente esté más relajado. Ella se apaña mejor sin mí dando vueltas por la casa como un animal enjaulado. Y mis chicos parece que también se alegran de no verme mucho, ahora nos llevamos un poco mejor. Se dice que el roce hace el cariño, pero a veces la ausencia favorece al menos la concordia. Ceno algo en la cocina, solo, porque en esta casa ya hace tiempo que cada uno come cuando le viene bien. Veo un rato la tele mientras Ana cose, lee o dormita en el sillón, y nos vamos a la cama. Ella siempre se duerme primero, está cansada, es normal cuando se trabaja todo el día. Entonces yo la observo bajo la luz rojiza del radio reloj y me imagino lo que estará soñando.

CDR

1 comentario:

  1. Otra forma de plantearse la vida. Muy bien escrito, por cierto. A ti tampoco te falta imaginación.
    Tati.

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