En los últimos meses me han ocurrido tres anécdotas que voy a relatar a continuación, porque necesito contarlas. La primera ya me removió las ganas de escribir, pero la dejé pasar, recién empezado el verano. Cuando me sucedió la segunda, me prometí que escribiría sobre ello, ya que clamaba al cielo. Pero con lo que me pasó ayer dije basta, considero que este trío debe, sí o sí, ser expuesto, a ver si al menos escribiendo se me pasa un poco el enfado.
1. Principios de julio. Tuve que llevar a mi madre a renovarse el DNI a una comisaría de policía. La cita fue sacada con muchísima antelación y llegado el día, se dio la circunstancia de que mi madre estaba con ataques de vértigo. Unas horas antes de acudir a la cita, la mujer había avisado al centro de asistencia y cuando yo fui a buscarla no se encontraba nada bien. Aún así, valorado por la médica que el empeoramiento se debería seguramente a haberse lavado la cabeza poniéndola hacia abajo, mi madre se hizo la valiente y nos desplazamos con el coche a unos veinticinco kilómetros de casa para la renovación. Porque resulta que sacar cita previa es una odisea y tener una es como un tesoro, además de que si te pasas de la fecha de validez, hay que pagar (más), por supuesto. Les diré que mi madre tiene setenta y nueve años, y aparte del mencionado vértigo, sufre artrosis en las rodillas y prácticamente en todos los huesos, por lo que camina con dificultad, agravado si cabe por un ictus leve que le dio en febrero. Por si esto fuera poco, padece hipertensión y todas las mañanas se toma una medicación que la obliga a ir al año a menudo. Creo que se harán una idea de lo que todo esto supone y de que después de un viaje de veinte minutos, bajar del coche y subir unas escaleras hasta la sala de espera, la mujer necesitara urgentemente un aseo. Cuál fue mi sorpresa cuando yo llegué unos minutos más tarde cargada con mis dos hijos, el mayor, pequeño pero andando y el otro en un carro que el portero no me ayudó a subir, y mi madre me dijo que no la dejaban entrar al servicio. Me dirigí al guarda, portero o lo que fuese aquel hombre tan amable y me explicó que no había aseo disponible para la gente, que era un baño de hombres para los policías y empleados y que ya lo había preguntado al sargento y no podía ser. Le hice ver que era urgente y siguió en sus trece, no sin indicarme que bajando la calle seguro encontraríamos algún bar al que poder entrar. Perdone, es que mi madre no puede casi andar y tiene vértigo... No es no y yo no puedo hacer nada. Con la mandíbula desencajada me esforcé en preguntarle cuánto nos quedaba para entrar porque ya estábamos en hora y no quería que al volver de buscar un baño me dijese que se nos había pasado el turno. Y me dijo tan tranquilo, como si encima fuera una enorme suerte, que nos quedaba mucho todavía, que había retraso. Genial. Volví a bajar el carro sin ayuda, salí a la calle mirando de reojo a mi mareada madre y descubrí que, a simple vista, no parecía haber ningún bar cerca. Descubrimos unos portales más abajo una peluquería y allí fue mi madre a pedir por favor que la dejasen orinar. Afortunadamente cuando sacas licencia de apertura de un establecimiento público te obligan a tener un servicio, y más afortunadamente aún la dueña de la peluquería era una persona amable y empática, porque todos sabemos que aún teniendo aseo no existe la obligación de dejarte entrar si no eres cliente del negocio. Sin embargo, lo que me parece increíble es que en un lugar público, de servicio al ciudadano, donde se expone con orgullo un cuadro con el código ético que rige tan noble Cuerpo de Policía, y donde se producen esperas de más de una hora, donde acude tanta gente a diario, desde niños hasta personas mayores, para tramitar documentos, no haya un aseo a disposición de los usuarios. Y bien, aún suponiendo que no lo haya, que no sea obligatorio, ¿no hubiese sido lo correcto dejar pasar a mi madre estando en tales circunstancias? Y por otra parte, ¿no hay en esa comisaría ninguna mujer agente, ni trabaja ninguna empleada? Perdón, pero, ¿dónde mean ellas?, ¿en el bar de la esquina?, ¿en la peluquería de enfrente? Me dirán que si hubiesen dejado a mi madre entrar como una urgencia, eso se podría desmadrar y entonces todas las personas que había allí pedirían desaforadamente un váter. Pues lo siento, es verdad que a veces los aseos públicos dan asco, pero no por ello va a dejar de haberlos y vamos a ir haciendo nuestras necesidades por la calle, es responsabilidad de cada uno hacer un uso correcto de ellos. Y les diré que no puse reclamación ni pedí hablar con nadie porque estaba preocupada por mi madre, atenta a que por fin nos tocara entrar y acompañarla, y con un bebé lactante de dos meses, cosas todas ellas que no me permitían ir libremente a expresar mi queja, ni quería montar un espectáculo delante de mi hijo mayor -soy su ejemplo y no estaba tranquila- y sí largarme de allí lo antes posible.
2. Mediados de agosto. A mi bebé le toca la revisión del niño sano y la vacuna de los cuatro meses, y vamos tranquilamente a su pediatra a tales menesteres. El doctor, con su barba y su bata blanca, me formula las cuestiones de rigor, revisa y mide al niño, como protocolo manda. Pero mientras escribe el informe en el ordenador, me pregunta si voy a ponerle la vacuna de la meningitis b. Le digo que no. Les explico antes de reproducir su respuesta: vacunar no es obligatorio; hay unas vacunas establecidas como importantes, según zonas epidemiológicas -de hecho varían por comunidades- y estas configuran un calendario de vacunaciones financiado por la Seguridad Social. Y aparte hay otras vacunas que no entran en el calendario prescrito y no son financiadas. Es decir, los padres elegimos, en primer lugar, si vacunamos o no, y después, si hemos decidido que sí, si ponemos o no las vacunas que no entran en el calendario. Bien, pues este señor, tan tranquilamente, por lo visto con el poder que le otorga su título, nos dijo que pesaría una gran culpa de por vida si nuestros hijos morían de tal enfermedad y que, es más, no vacunar a los niños se considera maltrato infantil. De verdad, me dejó de piedra y sin palabras. No pude decirle, ¿perdone?, lo primero, ¿quién es usted para hablarnos así? y, ¿quiere decir que las familias que no pueden costear una vacuna de cuatro o dos dosis, según la edad, que vale más de cien euros por dosis son unos maltratadores?, ¿significa eso que no somos libres de decidir sobre la salud de nuestros hijos?, ¿me podría explicar si esta vacuna es tan importante y vital por qué no está financiada, teniendo en cuenta que el gasto en vacunas supone una nimiedad en comparación con otros gastos sanitarios?, ¿sabe usted que el Ministerio de Sanidad tiene un comunicado sobre este medicamento, que solo lleva tres años en circulación, afirmando que no está justificada su inclusión según las características epidemiológicas de este país y que además aún no se conocen sus efectos a largo plazo? y, sobre todo, ¿qué le da a usted Bexero a cambio de defender tan encarecidamente su vacuna? No quiero abrir la caja de Pandora con este tema porque cada uno tenemos nuestra opinión, todas respetables, y es extenso y complejo. Pero me toca mucho las narices que los médicos en general y los pediatras en particular se dejen comprar por los laboratorios y las farmacéuticas y usen el miedo para obligarnos a usar sus fórmulas. En otra ocasión trataré otra cosa que me parece flagrante también y es la falta de formación y actualización de algunos especialistas, porque este señor también dejó caer que a partir de los seis meses ya hablaríamos de alimentación, que mi hijo empezaría a pasar hambre pues lo alimento solo con leche materna. Ay, ¿pero es que, aparte de no tener ni idea y venderse a las empresas de leche y alimentos infantiles, no ve usted a mi mayor, fuerte como un roble, amamantado en exclusiva hasta los ocho meses y que sigue mamando, como, por cierto, recomienda la OMS? Lo dicho, sobre esto escribiré otro día.
3. Ayer. Se acerca el tercer cumpleaños de Marcos y su tía de Alemania, que debe de ser tan ingenua como yo, tiene ilusión de hacerle llegar algo de dinero a su sobrino junto con una postal. Y no se le ocurre otra cosa que, como ahora ya sabemos, la locura de enviarla por correo ordinario. Cuando vi el sobre roto por la parte de bajo y fui consciente de que habían sustraído el dinero, no podía creerlo. Mi cerebro no procesaba el hecho de que alguien hubiese sabido que ahí iba dinero -un miserable billete de cincuenta euros- y lo hubiese abierto. Al enterarme de que la postal había llegado dentro de una bolsita de plástico que rezaba: "deteriorado en este servicio", comprendí que el robo había sucedido dentro del proceso de envío, es decir, que alguien, tras pasar la carta por un escáner y saber a ciencia cierta lo que había dentro, cogió el dinero y muy amablemente dejó que la postal llegara a casa. Qué mala suerte. Pero ya quedé estupefacta al contarlo a algunas personas y escucharles que estaba claro que iba a pasar, que a quién se le ocurre y, ah, si eso lo hacen aposta para que la gente no envíe dinero así, sin pagar más, o por medios "legales", porque de esa manera se puede blanquear dinero, etc. En serio, aún estoy en shock. Porque esta mañana he estado husmeando por internet y efectivamente parece que es de lo más normal que las cartas con dinero lleguen vacías. Eso me ha llevado a buscar si es que es ilegal mandar dinero en una carta y resulta que no, no lo es. Sin embargo, sí es un delito abrir correo ajeno y robar, ¿no? A ver, es que no me cuadra, que para que mi cuñada no pueda usar cincuenta euros y mi hijo recibirlos sin declararlos, alguien de Correos se los quede. ¿Los funcionarios tienen un apartado para declarar "dinero recaudado de las cartas"?, ¿o cómo? Es que no me entero. Porque si es ilegal mandar dinero por correo ordinario, que pongan un cartel en las oficinas y avisen, como tantas otras prohibiciones se exhiben. O también me parecería más coherente y sobre todo mucho más ético, que al detectar el dinero en la carta la devolvieran a su remitente en un plastiquito con una cruz marcada en la casilla "dinero no". Que supongo era evidente para la minuciosa inspección que no se trataba de ningún fraude. Ah, no, es que las normas se aplican a grosso modo, a rajatabla, para todos igual. Pero, ¿norma tácita, ley o qué? Por favor, explíquenme cómo se pueden evadir impuestos, llevar dinero a paraísos fiscales, hacer desaparecer fondos públicos o de alguna empresa... si está todo tan controlado. Ah, es que los que más roban son precisamente los que controlan. Ah, es que los que en realidad estamos controlados somos los currantes, los que vivimos solo con un sueldo y lo declaramos y no podemos gastar ni un céntimo sin que se sepa. ¡Cuánta libertad! Cada vez se aprietan más las tuercas de un sistema que favorece a los de arriba y machaca a los de abajo. No tardará mucho en llegar el día en que no exista el dinero en metálico y nosotros, felices y contentos de tanta facilidad para pagar, nos hundamos en la esclavitud total.
Ojalá estas tres anécdotas fueran simplemente eso, pero no, para mí son algo más, ustedes saquen sus propias conclusiones . Que sí, claro, hay gente buena y amable, hay profesionales como la copa de un pino, hay quienes no se dejan corromper. Por supuesto, muchísimos, porque si no sería imposible vivir en este mundo. No obstante, el sistema, en general, apesta. Y yo, aún habiendo escrito sobre ello, sigo indignada.
CDR
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